(Foto de Bernardo Pérez, EL PAÍS) |
Por Javier Astasio Arbiza
Vaya por delante que lo que voy a escribir a continuación no tiene la más mínima base científica y que es únicamente fruto de mi experiencia personal y la de algún otro que, como yo, se ha visto limitado por la enfermedad y se ha servido de lo que tenía más a mano, en mi caso la escritura, para superar una situación en la que nunca esperamos encontrarnos, pero que, no por ello, deja de estar entre lo posible.
Cuando, hace unos días, asistí a la presentación de “Inútilmente guapo”, el libro en el que Jorge Martínez Reverte, periodista y amigo, relata su pelea contra sí mismo, colocado al borde del KO por un ictus que le dejó tumbado en una cama de hospital, sin habla y sin, prácticamente, movilidad alguna, fui consciente de esa gran arma que tenemos los seres humanos que es la capacidad de reflexionar, aún en las condiciones más adversas, y de comunicarnos mediante el más mínimo resquicio, por pequeño que sea, con aquellos que nos rodean o, y quizá más importante, con nosotros mismos.
La pelea de Jorge, en la que han sido fundamentales, tanto los médicos, enfermeros y el resto del personal sanitario que le han levantado de la cama y le han enseñado de nuevo a expresarse, con las limitaciones que cabía esperar, como Mercedes, su esposa, y Mario, su hijo, no hubiera sido posible sin su firme voluntad de plantarle cara a la enfermedad y, sobre todo, a ese tipo con el que tiene que enfrentarse cada mañana en el espejo y que, salvo por su sarcástico sentido del humor, sus ganas de luchar y esa necesidad de salir de ese cuerpo inútil que le tenía atrapado, pero salir de él con él, devolviéndole, en la medida de lo posible, la inútil guapura a la que, irónicamente hace referencia el título de su libro.
Pese a que cabría pensar que el caso de Jorge es extraordinario y no deja de serlo, no lo es tanto, porque es el reflejo de lo que muchos otros han hecho para escapar al derrotismo que erróneamente cabría atribuir a quienes se ven seriamente golpeados por un giro del destino, la enfermedad no es otra cosa, que se empeña sin éxito en arrinconarles y vencerles. Pero no sólo la escritura es el arma para, si no vencerlo, escapar a las consecuencias de ese maldito giro, porque también la pintura, la música o cualquiera otra forma de expresión se convierten en instrumentos para ganar esa batalla.
Creo que la enfermedad es en sí misma un viaje. Un viaje difícil para el que hay que contar con algún que otro equipaje, pero, sobre todo, para el que hay que preparar un plan de ruta. Y nada mejor para ese plan que tener muy claro de donde partimos y, claro está, hacia dónde y cómo queremos ir. Un plan de ruta con el que medir las fuerzas y preparar cada jornada que nos ayudara a llegar mejor y más lejos.
Ese, al menos, ha sido mi caso. A mí, la enfermedad y otras causas que a hora no vienen al caso me apartaron de mi trabajo. De la noche a la mañana me vi privado de él, con mis capacidades limitadas y sin nada que hacer, salvo atender a la abultada agenda médica que se me echaba encima. No sé cómo, quizá gracias a la inercia que me empujaba el haberme dedicado durante un cuarto de siglo al periodismo, quizá mi hábito de lectura, cultivado durante tantos años o, quién sabe, mi necesitar de estar informado y la de dar siempre mi opinión, me empujaron a abrir un blog en el que a lo largo de estos últimos años, diariamente o casi, doy mi opinión con más o menos acierto, con más o menos estilo, a los cuatro vientos.
He de confesaros que, al principio, no sabía porque lo hacía. Quizá lo que más pesaba en mi empeño eran la rabia y la tristeza, pero lo cierto es que, con el día a día, descubrí que esa rutina, que en realidad no lo era, me reconfortaba y me señalaba un camino, una meta que alcanzar al día siguiente. Pero no sólo eso. También me ayudaba a despachar los fantasmas que siempre le rondan a uno cuando se siente injustamente “premiado” por la enfermedad y, al contar con el eco que en los demás producían mis escritos me sentía acompañado y, por qué no, reconfortado.
Os estoy hablando de un blog, que, al fin y al cabo, es una escritura compartida, con un eco más o menos inmediato, mayor o menor, pero que, en absoluto, es la única alternativa. Las más de las veces bastan unas cuartillas, un cuaderno o un casete en el que dejar “lo nuestro”, real o ficticio, para nosotros o para los demás. Probadlo. Os aseguro que, por una u otra razón, por lo que tiene de disciplina, de fijar una ruta en nuestras vidas, por lo que tiene de lenitivo o porque nos abre a los demás y, fundamentalmente, a nosotros mismos, por lo que tiene de inventario se convertirá en una magnífica terapia. Os aseguro que ayuda. Lo mismo en casos extremos como el de Jorge que para levantarse de golpes menos severos o, también, para las enfermedades del alma.
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