Por Irene Castro Boiza
Jamás se me había pasado por la cabeza ser enfermera, el olor del hospital no me gustaba, nunca jugué con el típico maletín de médico, nunca me llamó la atención descubrir el interior del cuerpo humano...
A pesar de todo, he de deciros que... soy enfermera.
Recuerdo el día que cambió mi vida con aquella decisión: enfrente de un ordenador, rodeada de jóvenes futuros universitarios... yo decidiendo mi profesión... "¿Por qué no enfermera?" "Soy responsable, quizá me vaya bien ...".
Pues bien, tras casi 10 años de profesión agradezco aquel impulso, no se si fue el cerebro o el corazón pero ha cambiado mi vida, mi carácter, mi forma de afrontar cada día.
En mi mente me asaltan tantos recuerdos: la primera vez que cogí una mano enferma a la que consolar, mi primera vía, la primera vez que me agradecieron mi trabajo... Aquella noche que pasé llorando en mi cama tras el primer adiós... O aquel día que culminó con un precioso recién nacido entre mis brazos, mientras la sorpresa y la emoción me invadían junto a su madre en una habitación de hospital.
Reconozco que es un trabajo duro, vemos de frente el dolor, lo dura e injusta que es la vida, sentimos en nuestro hombro llantos sin ningún filtro ni pudor... En cuántas ocasiones nos sentimos identificados con un paciente... cuántas veces desearíamos salir y llorar... pero no, porque esta profesión te hace entender que somos necesarios tanto emocional como profesionalmente.
Agradezco a mi trabajo ser la que soy, haberme permitido vivir experiencias duras y maravillosas que me han forjado como persona. Conocer pacientes y compañeros que siempre me acompañan; momentos de risas cuando la vida golpea e intentamos capearla.
A día de hoy, el olor del hospital no me causa desagrado... trae a mi recuerdo caras y momentos que no cambiaría por nada.
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